Todo era oscuridad y silencio. Nada se movía
entorno a la pálida figura que, como fría estatua, estaba sentada e inmóvil en
medio de la nada. De pronto, una suave luz azulada comenzó a brotar de la piel
de la joven, iluminando el espacio sin barreras en el que estaba situada.
Primero, era tan sólo un ligero resplandor, pero poco a poco la luz se hizo
demasiado intensa, tanto que si alguien estuviese presente no podría distinguir
el contorno de su figura.
Inverna abrió sus ojos grises con gran pereza. Lentamente comenzó a
tomar conciencia de ella misma una vez más, y del proceso que su cuerpo y su
espíritu estaban experimentando. Su hora había llegado, puesto que el invierno
debía comenzar. Su divino cuerpo se volvió ligero, permitiendo que se elevase
poco a poco. Este era su momento preferido de la transposición, justo en el que
la ascensión al Bosque Sagrado comenzaba. Inverna echó la cabeza hacia atrás,
dejándose llevar por la alegría y el poder absoluto que invadían su cuerpo.
Cerró los ojos pocos instantes antes de que la luz alcanzase su máximo brillo,
y con un destello rápido y fugaz, desapareciera de aquel vacío.
Cuando la joven volvió a abrir los ojos, estaba en casa, en su refugio.
Percibió los olores y los sonidos que la naturaleza le regalaba, observando
como una brisa gélida que emanaba de su propio cuerpo arremolinaba las rojizas
hojas que el otoño había dejado. Inverna echó a caminar, y, poco a poco, el
mullido suelo comenzó a cubrirse de una fina capa de nieve. El arroyo se heló a su paso como siempre,
mientras el hielo del mismo cubría su delicada piel. De repente, divisó una
figura a lo lejos, y su corazón se aceleró. Era ella, Umbría, la encarnación
del otoño, su hermana. Ambas jóvenes se fueron acercando, mirándose con
profunda ternura.
-Un año más nos encontramos. Es la hora
del cambio, hermana.- Dice la señora del invierno, con su voz grave y rasgada.
-Lo sé. Ojalá supiéramos encontrar la forma de estar juntas.- Responde
Umbría con tristeza.
Inverna la mira desolada, sabiendo que no hay ninguna solución. Con
resignación, atrae hacia sí el rostro de Umbría para besarla en los labios. La
unión divina sólo dura un pequeño instante, en el que Umbría se desvanece en la
nada, con su último pensamiento puesto en su hermana. El invierno había
llegado.
La
divinidad comenzó a pasear calmada y sosegada, pero la tristeza era palpable en
su mirada. ¿Cómo podía ser que su cuerpo padeciera tal cúmulo de sensaciones
cada vez que besaba sus labios? Se suponía que los dioses no estaban sujetos a
las pasiones como los humanos, que podían doblegar sus sentimientos. Pero
Inverna sabía que no era así. Había visto a Zeus dominado por la furia, a Hera
por los celos o a Afrodita por la pasión. Los dioses también sentían, y ella lo
sabía mejor que nadie. Mientras jugaba con las hojas heladas y escuchaba los
sonidos de los animales que allí habitaban, la imagen de unos ojos verdes como
las hojas de menta vino a su
mente. Un rostro perfecto pero humano de un joven alegre cobró forma. Inverna
pensaba que ya lo había olvidado, pero no era así. Todavía podía oler su
perfume, y su nombre susurrado con ronca voz. <<Todos los dioses deberían arrodillarse ante vuestra belleza, gloriosa
Inverna>> Jamás podría olvidar esas palabras, pronunciadas por un
joven hechicero llamado Víctor, que
había osado traspasar los umbrales entre el mundo humano y el divino
sólo por el puro afán de sabiduría. Sentada en una rama baja, Inverna comenzó a
recordar aquello que daba fe de las pasiones de los dioses, aquello sucedido
mucho tiempo ha.
Habían pasado tres noches desde la unión
con Umbría, e Inverna se encontraba danzando al ritmo del viento en un claro
durante el atardecer. De repente, un resplandor llamó la atención de la diosa,
y su fino oído captó el sonido de unos pasos que no eran ni animales ni
divinos. ¿Quién osaba profanar el Bosque? ¿Algún duende juguetón quizás? Movida
por la curiosidad, Inverna se acercó al lugar de donde procedían los pasos,
llevándose una gran sorpresa. La joven se encontró de frente a un joven de
melena negra, de profundos ojos verdes y vestido con una gastada túnica roja.
Era un hechicero, ¡un hechicero humano!
-¿Quién eres y qué divinidad te ha enviado?
¿Cómo osas profanar el templo de la Naturaleza divina? Contesta, mortal.-
Preguntó la diosa con todo el poder palpable en su atronadora voz.
El joven se quedó perplejo, sin saber qué contestar. No sabía dónde
estaba, o quizás sí... No podía ser que estuviese allí, no podía creer que el
conjuro hubiese funcionado. Estaba en el Bosque Sagrado, y por lo que le habían
enseñado sobre el mundo divino y por el soberano poder que emanaba de la figura femenina que le hablaba, sabía
que se encontraba ante la diosa Inverna. Entonces reaccionó, e inmediatamente
se echó de rodillas al suelo, temiendo la cólera de la diosa, y temblando de
emoción y pánico a la vez.
-Disculpadme, mi señora, por mi osadía y mi atrevimiento. Me llamo Víctor,
y soy un aprendiz de hechicero de los Altos Montes, una región del
insignificante mundo humano. No me envía nadie, pero no sé exactamente cómo he
llegado aquí, ni si estoy en el sitio que creo estar. - Respondió con voz
temblorosa.- Perdonad mi vida, oh gran señora del hielo, y permitid que este
humilde ser vuelva a su mundo-.
Inverna estaba perpleja, pero emocionada a la vez, pues nunca había
tenido contacto con un humano. De todas formas, sabía lo que tenía que hacer.
Las leyes divinas establecían que la pena para los magos o brujas que osaran
adentrarse en el mundo divino era la muerte, así que comenzó a acumular energía en una de sus
palmas, dispuesta a llevar a cabo el castigo. En el instante en el que iba a
descargar su furia contra el intruso, el joven levantó la cabeza, y sus ojos
verdes se encontraron con los de la diosa, suplicantes. Un latigazo de emoción
recorrió su cuerpo, impidiéndole continuar. Lo intentó por segunda vez, pero no
podía, no quería. Nadó en las profundidades de esos ojos verdes, cargados de
sabiduría y buenas vibraciones. Era un ser inocente, e Inverna no podía
castigarlo. Además, sentía unas ganas enormes de tumbarse junto a aquel extraño
y jugar con sus oscuros cabellos. Inverna se sorprendió a sí misma sentándose
en el nevado suelo, en frente de Victor. Sabía que Zeus no estaría de acuerdo
con lo que iba a hacer, pero en ese momento tampoco le importaba.
-No
sigas arrodillado, joven hechicero. Siéntate y cuéntame, con el debido respeto
que un mortal le debe a una diosa, cómo es tu mundo, y qué clase de poder te ha
traído a este santuario divino. Después, te devolveré a casa sin que mi cólera
caiga sobre ti, a condición de que nunca más oses profanar este santuario.
-Oh diosa, cuán grande es tu bondad, pero no creo que las costumbres
mundanas sean dignas de contar para una diosa de gran belleza y poder, mi
señora. De todas formas, y puesto que así lo deseáis, os contaré mi historia,
de cómo fui tocado con gracia por el poder de los dioses, y llegué a
convertirme en aprendiz de hechicero en un santuario cerca de Delfos.
Inverna escuchó encandilada el relato del joven, mientras sus ganas de
acurrucarse junto a él y de rozar sus labios aumentaban por momentos. Le contó
cómo muchos humanos dotados de poderes intentaban cruzar las barreras y adentrarse
en el mundo divino, unos por el mero deseo de acercarse más a sus dioses, otros
guiados por las ambiciones de conseguir el favor de alguno de ellos y dominar al
resto de la humanidad. Cuando el joven terminó de hablar, era otra vez de día.
Inverna le ordenó ponerse en pie para enviarlo de nuevo a la tierra. A su
sorpresa, una profunda tristeza invadió su alma. ¿Era amor lo que sentía por
aquel joven? No, pues ella amaba a Umbría, y el vínculo que ambas tenían no se
podía comparar a lo que ella sentía por el hechicero. Sin embargo, Inverna no
pudo evitar rozar sus labios con los de Víctor para comprobar hasta dónde
llegaba esa atracción. El joven correspondió su beso, pero no por mucho tiempo,
pues sus labios comenzaron a cubrirse de una fina capa de hielo. Inverna, al
darse cuenta, se separó rápidamente, temiendo hacerle algún daño. Un trueno
hizo temblar el Bosque en esos instantes, asustando a Víctor. La diosa permaneció,
en cambio, impasible, sabiendo que sólo era el dios padre Zeus mostrando su
furia por no haber cumplido lo establecido. Era la hora de la despedida.
-Desde hoy, joven hechicero, tendrás mi bendición, pues has demostrado
ser un hombre sabio que adora a sus dioses y lleva el bien a los hombres. Ve,
pues.- Susurró Inverna al oído del joven con gran pesar, mientras dibujaba
runas en el aire con una de sus manos.
-Jamás olvidaré este encuentro, mi diosa. Predicaré vuestra gloria en mi
mundo, pues sé que sois la más grande entre las divinidades. Todos los dioses
deberían arrodillarse ante vuestra belleza, gloriosa Inverna.- Contestó Víctor,
comprendiendo que sentía algo más que devoción o fascinación hacia aquella
imponente deidad. Lentamente, se volvió hacia el portal que se estaba abriendo,
cruzándolo de espaldas sin apartar la vista de Inverna ni un instante, hasta
que desapareció envuelto en un haz de luz.
Inverna suspiró resignada otra vez en soledad, esperando a que los otros
dioses la llamaran a su presencia. No obstante, era lo que menos le importaba,
pues en su cabeza latía la idea de que jamás volvería a besar aquellos cálidos
labios...
El dolor de aquel recuerdo todavía la atormentaba. Inverna se levantó
pesarosa, odiando un poco más si cabe su condición de diosa y las restricciones
que suponía despertar sólo una vez al año. No podía vivir su amor con Umbría,
tampoco estar con Víctor. Si esta absoluta soledad era el precio a pagar por su
poder, Inverna ya no lo quería.
Para La Espina De La Rosa,
Clavecinista Oscura